EN EL CONVENTILLO

 Rosa Anna y su familia en el conventillo

La habitación en la que se instalan Giuseppe, Amalia, Rosa Anna y los niños tiene tres camas, una mesa pequeña y un armario. Rosa Anna comparte la cama con Julia. En la pieza de al lado vive un matrimonio italiano; zapatero el marido, cocinera la mujer. En la de enfrente vive otra italiana, viuda, con cinco hijos; en la pieza que está subiendo la escalera dicen que viven tres vendedores ambulantes árabes, “turcos”, pero todos sabemos que por las noches vienen otros ocho a tirar sus cuerpos cansados sobre dos miserables mantas. Todas estas familias han llegado del otro lado del Océano Atlántico en grandes barcos. Algunas familias llegaban a encontrarse con sus maridos que ya habían llegado antes, otras vienen todos juntos.

Los chicos están deslumbrados con el tamaño de la casona y la cantidad de gente que circula todo el tiempo por pasillos y patios. Pero tanta gente junta compartiendo baños, cocina, canillas y sogas para la ropa trae algunas complicaciones. Para cocinar, Amalia y Rosa Anna tienen que usar el brasero del patio, una mesada improvisada y los piletones, turnándose con los vecinos. En la habitación no hay piletas ni baño, así que hay que organizarse para usar los baños y las piletas colectivos. Amalia tiene calculados los horarios en que la cocina está desocupada. Giuseppe se levanta a las cinco en invierno, por eso ella usa la cocina primero que todos y le prepara el desayuno temprano, un rato antes que los otros hombres que van a trabajar.

A las seis de la mañana, es posible ver a Rosa Anna y a Amalia caminando rapidito hacia el fondo con los elementos de higiene para el lavado diario. Para luego ir hacia la cocina, donde también están las otras mujeres: Anna, la italiana cocinera y mujer del zapatero, y catalina la mujer viuda que vive en la pieza de enfrente. El desayuno lo hacen en grandes ollas: mate cocido para todos. Luego, cada familia debe lavar sus tasas en los piletones. Nadie podía dejar sus cosas sucias, al ser tantas familias, ¡eso sería un motivo de discusiones!

A las seis y media, es el turno de los niños. A veces los cálculos fallan: hay que hacer cola y esperar un largo rato hasta que el baño se desocupe. Por eso no es cuestión de andar con el tiempo justo. Después del aseo obligado, a Julia y a Francisco les queda un buen rato para el desayuno y para ir a la escuela.

Por la tarde, desde que los chicos vuelven de la escuela hasta las siete y media, hora en que se los manda a dormir, en el conventillo reina la algarabía: algunos gritan, otros juegan, corren, lloran o llaman a los gritos a su madre. A veces, el lío llega a ser tan grande que tiene que intervenir el policía de la esquina. ¡No es para menos: en el conventillo viven más de cien niños!

Pero, en el conventillo, no todo son problemas o dificultades. Muchos de los habitantes de esta gran casona son italianos o hijos de italianos. Giuseppe, Amalia y Rosa Anna pueden entenderse con sus vecinos.

¡Y también están las fiestas! En esos días, el patio de empedrado y tierra, cruzado por sogas repletas de ropa tendida, se ve más alegre y pintoresco. En las comidas, cada familia aportaba algo de acuerdo a de dónde venía: los italianos preparaban pastas, con porotos y queso y las mujeres españolas preparaban sus riquísimas tortillas de papas con chorizo colorado. También comenzaban a aparecer dos comidas que ahora conocemos muy bien: se empezaron a preparar las primeras pizzas de Argentina, y nacían los primeros pucheros: eran dos comidas baratas y que servían para alimentar a mucha gente.

La fiesta suele comenzar con conversaciones amigables entre vecinos, los niños como siempre entre gritos y correrías, pero ya no tan molestos como en los días de trabajo. Más tarde, la música y el baile de cada tierra ganan el patio del conventillo y se quedan hasta el anochecer, momento en el que los instrumentos callan y las familias vuelven a sus piezas a descansar para reiniciar las labores al día siguiente.

Fuentes: La Prensa, 8 de setiembre de 1901, en Suriano, Juan, La huelga

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